Provoca cierto placer ir descubriendo vidas envueltas en talento y causalidad, al punto de querer explorar las frecuencias que conducen a movernos por el mundo. Es el caso del reconocido artista sanfernandino Gonzalo Correa, pintor para el Teatro del Capitolio de Toulouse y chef peintre para cine y televisión, quien en su última visita a Chile, nos reafirma que el arte puede verse envuelto en distintas esferas de la vida humana.
POR ÁLVARO TELLO | FOTOGRAFÍA PATRICIO CHANDÍA M., REGISTRO PERSONAL
INICIO, SAN FERNANDO
Un paisaje no se completa en el recuerdo sin texturas de por medio. Durante los primeros años del pintor, hoy radicado en Francia, la geografía natal avanza en su memoria, hasta que por momentos, se detiene en el pasado suspendido en imágenes nubarradas. “El camino a Puente Negro, la Sierra de Bellavista, los ríos, los sauces llorones. Hoy día pase por allí y me emocionó verlos. Veo todos esos sauces al borde de la ruta y es tan típico, que me transporta a mi infancia. Les decía a mis hijos que cada vez que vuelvo veo con asombro las transformaciones que la ciudad vive. San Fernando era tranquilo, ahora es un lugar que ya no duerme”, agrega.
Del Colegio Marista de San Fernando, Gonzalo Correa atraviesa la mediana edad, la frontera imprecisa, que lo mueve a Valparaíso donde todo se vuelca a favor de la creatividad. Bajo la idea de cursar estudios técnicos, encuentra en la escuela de arquitectura de la Universidad de Valparaíso un espíritu vanguardista, multidisciplinario, donde versos y poesías corren a la par de la arquitectura. En 1987, con un diplomado en diseño gráfico –y aún no totalmente convencido– decide derivar a un nuevo oficio: la pintura.
De paso por Santiago, es invitado por el escenógrafo Patricio Pérez a colaborar con un mural. En el intertanto, establece contacto con el arquitecto Rafael García, quien le entrega una tarjeta de presentación y le ofrece trabajar con la pintora y grabadora benedictina Alejandra Izquierdo. Propuesta ante la cual cede. “Esa actitud entre patudo y de que ‘yo lo puedo hacer’, me ayudó mucho. La aprendí en mi universidad, donde no me hablaron de límites y tuve una formación de ese orden”, confiesa.
Rafael García, pertenecía al grupo de arquitectos que proyectó la construcción del Santuario Santa Teresa de Los Andes. Durante casi dos años, Correa obró en un templo prácticamente vacío. “El encargo a Alejandra Izquierdo era de hacer los dibujos y yo debía traspasarlos a mural. En ese lapso de tiempo, discutimos cómo llevar esos pequeños dibujos a los muros que rodean la cripta”, recuerda.
CAMINO AL VATICANO
Ya beatificada el 3 de abril de 1987 por su Santidad Juan Pablo II, comienzan las mediaciones para la canonización de Teresa de Los Andes. En momentos que logra oficializarse, Gonzalo Correa señala, “no recuerdo quién fue, pero llamaron un día de Santiago y me notificaron que Teresita sería Santa, y que necesitaban la imagen oficial para ser expuesta en el Vaticano. ‘Lanzaremos una licitación pública, pero como ya te conocemos tantos años, queremos darte la ventaja’, me dijeron”.
En medio de la vara histórica, el artista advierte que el lienzo no corresponde a una obra pictórica, sino más bien a un lienzo gráfico, a través del cual se traducen emociones. “Mi disposición anímica o espiritual, fue estar abierto y sensible a lo que estaba pasando, no en mí, sino a mi alrededor. Mientras más consciente y justo eres, llegas a un nivel en que no eres tú, porque sabes que estás siendo parte de un proceso mayor”. La beatificación, nos comenta Gonzalo, llega en un momento preciso, muy difícil, en el que nuestro país necesitaba creer en algo, en un símbolo, que de fondo, estimulase la Fe.
De cuatro por cinco metros, el lienzo es expuesto el 21 de marzo de 1993 en uno de los ventanales de la Santa Sede, y ante una amplia teleaudiencia y casi cinco mil chilenos que peregrinaron al Vaticano, se devela la imagen de la primera Santa chilena.
A 26 años de este suceso, el artista reflexiona con absoluta conciencia acerca de su trabajo, sobre el cual aún prima un sentimiento de sobrecogimiento y abandono. “Cuando observo esa imagen y veo que hasta el día de hoy le rezan, sea cual sea la necesidad, yo digo sinceramente ‘sólo fui un intermediario’. No siento que yo lo hubiese hecho. Tuve el privilegio de poner todo lo que aprendí como oficio al servicio de esto; aprendí a escuchar e hice que algo ocurriese. Veo el lienzo y no puedo vanagloriarme. Ni menos, ni más, pero sí estoy muy contento que me haya tocado realizarlo”.
FLOTANDO SOBRE TOULOUSE.
“Siempre tengo la sensación de ser de provincia, de ser de Colchagua. Es un lujo, me gusta esa idea de ver el mundo a través de una forma reducida. No lo reniego, estoy muy orgulloso de eso”.
La provincia para el pintor actúa como sombra vigilante ante un admirable contrasentido: el artista vuelve a cruzar frontera chilena, tras beneficiarse de una beca que obtiene luego de crear el lienzo de Teresa de Los Andes. Finalmente, recala en la Academia de Bellas Artes de Florencia. En dicha casa de estudios, conoce a Aude Aussilloux, su esposa, quien formaría parte de un nuevo periplo que lo llevaría a recorrer Egipto y posteriormente a Francia. “Luego de la beca volví a Chile. Estaba en Pichilemu, pero algo me pasó, sentí que había dejado algo incompleto”, señala. Vuelve a buscar a Aude, como siguiendo movimientos a los que no parece cuestionar: “Uno se deja llevar por la vida; debe apostar, abierto a que las cosas ocurran”, plantea.
En 2001 y ad portas de la llegada de su primogénito, Mateo, el pintor cruza con Aude desde París a Toulouse. Sin dinero y ante la dificultad de conseguir vivienda, su suegra le recomienda buscar trabajo en el Teatro del Capitolio. Tras un angustioso mes de espera, es notificado para su primera encomienda: realizar una pintura en tela (tulle) de 17 por 12 metros para la ópera Don Giovanni. Los encargos logran reiterarse, solicitando su talento para fondos de escena en operas como Don Carlo, Hipólito y Aricia; y comedias líricas como Arabella, de Richard Strauss.
Asistiendo en decoración a diversas compañías de teatro, comienza a surgir poco a poco, y decide ante la escasez de vivienda establecerse en una pénice, un barco abandonado, una chatarra, flotando a orillas del Canal du Midi, que fue reparando a medida que los recursos llegaban.
“Siempre tengo la sensación de ser de provincia, de ser de Colchagua. Es un lujo, me gusta esa idea de ver el mundo a través de una forma reducida. No lo reniego, estoy muy orgulloso de eso”.
En un momento dado, recibe la recomendación de un amigo para trabajar en cine. El arrojo característico del pintor lo condujo a aceptar, mas le comunican una exigencia previa: debía ser jefe de pintura o chef peintre. “Me dijeron que era eso o nada, ¡y me tiré! a pesar que tenía a tres personas a cargo con más experiencia que yo. Al aceptarlo, me consideré el pasaje de algo más, algo entre el director, el fotógrafo, el escenógrafo y mis pintores; una estructura piramidal muy francesa”, señala.
En medio del arte escénico o en el plató cinematográfico, surgen de la mano de Gonzalo Correa, texturas y recreaciones como maderas viejas, mármoles y adobes quebradizos. Construcción y desgaste de elementos que parecen acomodarse en tiempos imaginarios. Quizá sea muy distinto a su propuesta icónica, perteneciente a aquel mundo contenido en la Fe, sobrenatural y misterioso, que lo envolvieron en una escalada de situaciones que al parecer, no obraron por casualidad.