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La resistencia del Chacolí

En las profundidades del campo chileno, se cobijan aquellos vinos que establecen un diálogo con la gente y la tierra que los ve nacer. Como el Pajarete del Huasco y el Asoleado de Cauquenes, por ejemplo. En tanto en Chépica, Valle de Colchagua, encontramos a una familia de cultores cuyo vino se encuentra fuera del recetario vitivinícola chileno, pero que lleva siglos patiperreando por nuestra historia. Este es el Chacolí, un testimonio patrimonial.

POR ÁLVARO TELLO | FOTOGRAFÍA FLORENCIA LEIVA M., CLAUDIA MATURANA N.

Ni rastro ni sombra. Curiosamente no existe receta ni método registrado que nos diga “esto es el Chacolí”. Sólo voces que retumban en los libros de historia y el orgullo que se ha alzado en Doñihue, al nororiente del Cachapoal, tierra en la cual resiste un puñado de hacedores de vino que a la sombra de viejos parronales y viñedos torcidos en espiral, ven el renacer del mosto perdido. Con fiesta incluida. Porque si se festeja, es memoria.
Si fuésemos justos (y vamos a ser justos) diríamos que el Chacolí es de esos vinos que engloba el rico concepto de las “culturas del mundo”. Del nuevo y del viejo. Nace en el País Vasco, como Txacolí, hecho con uvas tan verdes y apenas madurando que llegan a beberse con una acidez filosa, y con pequeñas burbujas que hacen el intento de pinchar la lengua.

Los colonos vascos llegaron a Chile, y probablemente, los invadió el desánimo al ver que sus cepas llenas de dobles ‘erres’ no estaban, pero tenían disponibles las del grupo con ‘elle’: las criollas. Sin discriminar, entraban uvas blancas, rosadas y negras. Tamaña ensalada de caldos no era el mismo vino, pero sí lo era en esencia.

El prolífico naturalista Claudio Gay se atrevió a registrar como era. “Las uvas se depositaban sobre una estera, y en seguida se fermentaba el jugo en la tinaja, bebiéndose al cabo de seis días, obteniendo un mosto agridulce, delgado, suave, bajo en taninos, muy parecido a la Sidra”. Breve descripción, pero rinde buenas cuentas de qué era el Chacolí chileno, un vino popular que collereó a la par con la Chicha, conocido desde el Huasco a Chillán, instalada en saraos y festines.

EL DESCONOCIDO Y NOBLE CHACOLÍ CHEPICANO

A falta de recetario magistral (y a la falta de evidencia en botella) buena es la oralidad que preserva a nuestro Chacolí. Y mejor aún, si encontramos cultores que se ajustan a los escritos que dejaron los ilustres técnicos franceses.

A metros de la plaza de Chépica, en una típica casona chilena con amplias galerías y muebles majestuosos, encontramos a los gemelos Ciro Patricio y Luis Felipe Valenzuela, quienes nos muestran su más grande fortuna: un parronal añoso con uvas que desafían la gravedad, de racimos corredizos y otros firmes, de uvas rojas, rosadas y blancas. En pleno la grandeza de las uvas criollas, anónimas algunas y otras con nombres tan afamados en la tradición campechana como la Mollar, la Moscatel, la Coco de Gallo, Oro Campo o la Torontel.

 

El Chacolí de los Valenzuela y de otros productores de O’Higgins, son considerados vinos fuera de sistema. Craso error. El Chacolí es tradición, que apuesta por volver a relacionarse con los diferentes aspectos de la vida local

El bigote de Ciro Patricio se enrosca de orgullo al señalarnos un vino rosado en particular, es un Chacolí llamado Loica: “Han venido enólogos, les muestro mis vinos, pero éste, ¡éste no me lo toca nadie!”, advierte. Por su parte, Luis Felipe muestra documentación histórica sobre el vino familiar hecho bajo las señas de los antiguos. “Lo probamos y es levemente agrio, con una traza apenas dulce y aromas que recuerdan a la Moscatel. Tiene esa nota terrosa, o rústica, por reconocerlo de alguna manera. Al servirlo muy frío, es un vino suave para beberlo por litros y ofrecerle acompañamiento”, indica.

Tráiganme un queso fresco de Peralillo bañado en aceite de oliva con trocitos de ají verde, ¡por favor! Pues de pura emoción, damos cuenta, que este vino es el tradicional Chacolí. Y damos fe, de tanto recorrer, que es diferente al resto. Porque versiones antojadizas las hay por doquier. Hasta Chicha a medio andar nos hicieron pasar por vino Chacolí, recuerdo, en Isla de Maipo y Aconcagua.

LA PREPARACIÓN DEL BREBAJE ANCESTRAL 

Ciro Patricio nos comenta que “las uvas van a dar a una vieja tinaja, en cuya boca le hice un receptáculo de madera y le puse una zaranda de coligüe. Allí es donde exprimo y mezclo todo el jugo de las uvas. Luego, espero que caiga el sombrero (orujo) y que éste se deposite en la parte inferior de la tinaja, a la cual no le agregamos levaduras ni sulfuroso. Es un vino natural, que no le pongo nada, es sólo jugo de uvas”, afirma.

Constatamos que este brebaje es el vino que aviva las vendimias de estos hermanos, y del cual Ciro Patricio se entusiasma en darnos consejo: “este se sirve frío, bien frío, y mire que en el Mercado de la Loica, los días sábados por la tarde, son las mujeres las que más lo agradecen”, nos cuenta.

El Chacolí de los Valenzuela y de otros productores de O’Higgins, son considerados vinos fuera de sistema. Craso error. El Chacolí es tradición, que apuesta por volver a relacionarse con los diferentes aspectos de la vida local, como serían la convivencia familiar, comunitaria, religiosa y festiva. Cuando este hecho se asome fuera de nuestras fronteras, hemos de esperar que no hagan aparición los febriles rescatistas o patrimonialistas lacrimosos. ¡Fuera lágrimas! y que viva el orgullo por el verdadero vino Chacolí, el de Chépica.

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