Corría el año 1966 y los sociólogos Peter L. Berger y Thomas Luckmann establecían una tesis que, sin lugar a dudas, vendría a revolucionar no sólo el campo de las ciencias sociales, sino los profundos cimientos del tinglado epistemológico1 de la época: “la realidad se construye socialmente”, esto es, aquello que llamamos realidad (lo real) no constituye sino un producto de las interacciones entre sujetos y la acción del lenguaje.
Simplifiquemos. El mundo real sería, en definitiva, aquello que como sociedad construimos. Usted y yo decimos: “Chile país solidario” e inmediatamente este país (que más bien es paisaje en términos de Nicanor Parra) se convierte en el paraíso de la fraternidad y la hermandad; “Chile país corrupto” y, como por arte de “magos”, el paisito se transforma en la cosa nostra o la camorra. Esto independientemente de la “realidad real”, por supuesto. Y entonces, aquí es donde hacen su entrada en escena las protagonistas de esta obra macabra: la información y su hermana de leche, la desinformación.
Medios de comunicación, redes sociales, boca a boca, todos ellos jugando siempre en el límite entre la verdad y la posverdad, con sus exquisitas notas de tergiversación, más sus infaltables sazones de omisión. Receta infalible en el marco de la llamada sociedad del espectáculo. Si la realidad se construye socialmente a través de la información circulante, piense usted en un orden social erigido sobre la base de juicios de dudosa calaña; datos jamás corroborados o desvirtuados; noticias maliciosamente difundidas; antecedentes sacados de la chistera de un mago ebrio; en fin, pura desinformación del porte de una catedral gótica.
El resultado es una sociedad que termina distanciándose de las verdades verificables y habitando lenamente en lo que Aristóteles denominaba “lo verosímil”, es decir, “aquello que tiene apariencia de verdad aún sin serlo”. Estas medias verdades (que a la vez son medias mentiras) terminan por corroer lo más profundo del tejido cultural: la política, la educación, la historia, el arte, por mencionar sólo algunos ámbitos “realmente” relevantes; y por dibujar un espacio en que el mapa (manipulado) de lo social acaba por reemplazar el territorio (verdadero) de la sociedad.
Quizá sea tiempo de asumir, entonces, que dos medias verdades no hacen una verdad completa, y que, por lógica elemental, dos medias mentiras son, en definitiva, no más que dos mentiras dichas a medias. El resto, como diría el padre de la filosofía moral mexicana Mario Moreno (Cantinflas), es “pura falta de ignorancia”.
Patricio Espinoza Henríquez
Editor Periodístico