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Raúl Ravanal y su viñedo Cava Colchagua: La energía de las tradiciones

 

Raúl Ravanal es un hombre como los de antes: lleno de anécdotas que fácilmente podrían convertirse en hitos o en un registro sonoro que al reproducirse, provocaría un eco deslumbrante. Pero, tras esto, se esconde el bellísimo carácter de un colchagüino que con su dicha en calma, puede explicarnos que el gran hito es en realidad la suma de una vida de trabajo, esfuerzo, e intentar hacer lo correcto, como si se tratase de un gusto inscrito en el recetario de la vida. Y del cual hay detalles sobre más ingredientes.

POR ÁLVARO TELLO | FOTOGRAFÍA ARCHIVO CAVA COLCHAGUA

 

Hay un genuino entusiasmo en aquel hombre de rostro sereno que también se dispone a participar de la reunión. Se sienta en una mesa rodeado de jóvenes, a los cuales observa y acompaña por un buen rato, en silencio. A los pocos minutos, no sabemos en qué momento, Raúl Ravanal ya estaba en el centro de la conver­sación, participando, renovando puntos de vista. Amigos que lo conocen y ven de lejos, intuyen de inmediato las ganas que tiene de relatar las historias de Colchagua, no como ese punto suspendido a mitad de mapa o el verso del valle convertido en destino y vino, sino más bien como un largo camino que bajo nombre común cruza pueblos y caseríos, a través de los cuales se construyen aventuras de tierra, esas que serán recordadas y repetidas hasta el próximo ama­necer de mañana.

En un viaje recordó a la reina de Lihueimo. No es una mujer, sino una cepa, una variedad que sería la fundadora de la cultura vitiviní­cola chilena: la uva País. De ella ex­tiende un trozo de recuerdo y dice que desde los tiempos de su padre, de Teodoro Ravanal, era la uva que campeaba por todos lados y con ella se hacía el chichón, uno de los vinos tradicionales y olvidados del campo chileno. Reluce por ahí la llegada del Semillón, uva blanca francesa, y las primeras parras de Cabernet Sauvignon que se trajo desde Placilla y que él mismo se en­cargaría de plantarlas en Lihueimo. Siendo pionero en la zona, él con­vertiría esas uvas en vino.

En chuico y garrafa eran las dos modalidades y únicos contene­dores. Donde la producción, se comparaba a través de corredores, se recuerda. Era un vino cotizado. Y bien lo sabía, ya que en la bodega de Lihueimo se congregaba un gentío compuesto por aquellos que llegaban por dateo y los infal­tables parroquianos, los que como casi todos los días, despiertan con la sed intacta. Eran tiempos que no son los de ahora, nos dice. Y por aquel entonces se acostum­braba a probar el vino en mate, una y otra vez, y para cuando ya estaban convencidos, llenaban con vino una botija hecha de cuero de ternero. Después de todo ese trá­mite “apenas podían subirse al ca­ballo”, comenta don Raúl Ravanal. Aunque sabemos que el caballo sabe cómo llegar sin guía mientras el jinete espera y el vino acompaña. Sugerimos que se lea tal cual, todo junto y sin comas, porque es un hecho relampagueante.

“Tierras de vino y grano”, señala don Raúl. Arroceras, vides, y cria­deros, parte de la matriz gastronó­mica y cultural de Colchagua y el Arrayán, donde también su media­luna, donde practicaba su gran pa­sión, el rodeo, en el mismo campo tenía su criadero de caballos Santa Andrea. “Me acuerdo que la me­dialuna de Peralillo estuvo botada por años, y con ‘Luchito’ Valenzuela lo levantamos. Yo era uno de los dirigentes y había una relación de amistad distinta a la de hoy”, co­menta, donde tampoco hay ahorro en recordar cómo era la convi­vencia de antaño, en relación a las viñas con los vecinos y agricultores, fuesen jefes o trabajadores.

Don Raúl explica que el cariño y cercanía era tal, que tanto viña como bodega podían convertirse en lugar de encuentro o reuniones improvisadas, de fiestas, y que in­ cluso podía ser el punto de partida de largas cabalgatas organizadas por clubes o amigos. “Partíamos, íbamos para los cerrillos, al lado del matadero, de la iglesia, vestidos de huasos. No había vehículos, pero había caminos, todo era a puro ca­ballo y coche”, recuerda don Raúl.

 

 

Y ES ASÍ, PORQUE HAY UN ÚLTIMO TRAMO POR CONOCER

Que el vino es un aglutinador de situaciones es algo bien com­prendido por alguien que ha sido viñatero. Hay vida, una exquisita convivencia en distintos grados y formas. Y quizá por ese motivo cuando sus dos hijos Patricia y Francisco le comentaron el pro­yecto del Hotel Cava Colchagua, se puso de inmediato manos a la obra para restaurar las antiguas barricas centenarias de roble, los cuales se convertirían en habi­taciones. Y es que para un cons­tructor sin reposo como es Raúl Ravanal parece nunca hay últimas palabras, sino más experiencias que junto a su esposa Patricia, están pendientes de contar o vivir.

Hotel Cava Colchagua siempre contó con un paño donde producía Carménère y Cabernet Sauvignon. Un pequeñísimo lote que muchos preguntaban cuál era su destino. La idea en acuerdo con Raúl Ravanal, era que esas uvas dieran paso a un vino de la casa, un ensamblaje que mezcla de 70% Carménère y 30% Cabernet. La crianza se realizaría en ánforas de cocciopesto, materia prima derivada de la mezcla de fragmentos de ladrillo triturado, piedra, arena, aglutinante de ce­mento y agua. Un material utili­zado en acueductos y construcción durante el Imperio Romano, nos comenta don Raúl. Posteriormente se realiza una guarda de 12 meses en barricas de roble a fin de redon­dear y pulir el vino.

A través del blend Cava Colchagua, padre e hijos conmemoran los tiempos de una familia con cien años de tradición en la vitivinicul­tura, y que pueden testificar de los cambios y permitir que las his­torias de los antiguos continúen su recorrido. La figura de don Raúl Ravanal cuya la única meta ha sido siempre ganar al día siguiente, con voluntad única, como eran los hombres de antes.

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